“Creemos ser país, y la verdad es que somos apenas paisaje”
Nicanor Parra
Fotografía: Sergio Araneda Maiz
La relación entre entorno natural y arquitectura se remonta a los inicios de la concepción del Hombre. En un principio existía la naturaleza intocada, prístina. Luego la acción antrópica fue en relación a la evolución de las distintas sociedades y culturas, que en su desarrollo han modificado sustancialmente la superficie de la tierra, al grado que hoy persisten muy pocos lugares que no hayan sido intervenidos directa o indirectamente por el hombre. Así, el ser humano deja como huella de su residencia en la Tierra, una mezcla de objetos y signos que dejan testimonio de nuestro paso como agentes de cambio sobre la superficie terrestre, siendo la arquitectura uno de los más significativos de esa huella.
La primera referencia a la que alude el hombre como modelo a imitar para producir esa huella es la propia naturaleza, siendo la arquitectura la manera de expresión más elemental, creando a partir de lo existente una “nueva naturaleza”, artificial por definición, con la tensión eterna de la búsqueda de imitación perfecta y la antigua pretensión de dominar. El canal de regadío en el valle central de Chile es una huella clara de esa imitación y esa dominación.
Actualmente, con estrategias cargadas de una conciencia conciliadora y protectora de la naturaleza y del medio ambiente, la arquitectura chilena está ampliando su campo de acción, iniciando, o recuperando, un proceso que entiende el paisaje como patrimonio.
El paisaje de la arquitectura chilena: Chile es un país de grandes contrastes en relación a sus paisajes naturales, geográficos y territoriales. Montañas, desiertos, mares, valles, bosques, fiordos, lagos y glaciares conforman, entre muchos otros elementos, un variado escenario que predetermina formas diversas de ocupación, de habitar y de desarrollo cultural.
En su visita a Sudamérica en 1929, el connotado arquitecto modernista Le Corbusier, dibujó una sección del territorio América, en el cual se revelaba la inequívoca experiencia espacial del territorio chileno. En aquel dibujo el plano del valle de Chile no existe, la sección geográfica continental es una planicie que traza un horizonte vasto desde el Atlántico y luego de estirarse por todo el continente se eleva de manera majestuosa, sublime, conformando una de las cadenas montañosas más largas y altas del mundo que luego caen en forma abrupta hacia el poniente, en una pendiente sostenida hacia el encuentro con el Pacífico.
Esta mirada continental nos demuestra que como país vivimos sobre el elemento geomorfológico más importante que conforma y definen la morfología del continente, la cordillera de los Andes, la que divide el continente entre las planicies y ríos que avanzan lento hacia el Atlántico, y los ríos y quebradas que caen hacia el Pacífico.
Esta condición de enclave geográfico que tiene Chile en el contexto de América del Sur, nos acoge, nos construye un marco de habitabilidad que se encuadra entre dos fronteras naturales, el borde marítimo y el borde cordillerano. Ambos bordes paralelos se enfrentan a lo largo de los 4.300 km, de Chile, y en la construcción de la relación de ambos se desarrolla nuestro medio habitable.
En este sentido, la arquitectura chilena está marcada, está definida por un soporte territorial claro e inequívoco. Un suelo que en su constante pendiente, define nuestra experiencia física corporal y nuestra memoria mental en cuanto a la dimensión de la vastedad. Así nuestro habitar, a medida que tenemos conciencia de nuestro territorio, se va definiendo en esta experiencia de vivir entre estas dos magnitudes geográficas y materiales, la piedra y el agua.
Entendiendo que nuestro entorno se define indiscutiblemente entre estos dos horizontes, podemos entender que toda arquitectónica debe experimentar esta condición, y que la medida de su magnitud como obra estará definida por su emplazamiento en cuanto al centro propio del valle central y su proximidad hacia uno u otro de estos bordes geográficos.
El espacio de arquitectura chilena: Uno de los aspectos de mayor impacto de la modernidad arquitectónica fue la capacidad de sobreponerse a las restricciones que imponía el territorio. Esa imposición condujo el desarrollo de la Humanidad a un costo ambiental que estamos hoy absorbiendo. De hecho, hoy nos vemos en necesidad de dar valor y proteger el medio natural en toda su escala, tamaño y magnitud, entendiendo que el valor de nuestro medio natural está en la dimensión tanto física como temporal de los procesos.
¿Puede el pensamiento arquitectónico hacerse un nicho en el espacio geográfico natural? ¿Puede pretender ser parte de esa dimensión geográfica y fundirse con su lógica? La interrogante que planteamos ¿Cuál es hoy el espacio de la arquitectura? Tiene que ver con reconocer los valores propios de un territorio, aquellos que se desarrollan a través de un sistema complejo que configura un determinado paisaje.
La arquitectura debiera rescatar la identidad de nuestra geografía, geografía que es un valle y también una piedra sobre el paisaje, reconociendo los diversos sistemas sobre los cuales vamos a actuar, con el fin de implantarse dentro de ese sistema con estrategias que sigan el orden natural.
Entendido el territorio como un conjunto de sistemas móviles que interactúan de forma escalar, la arquitectura debe reorientar la mirada hacia un campo espacial mayor al de su propio objeto, incorporándose en aquel hábitat y entrando en resonancia con la magnitud del lugar, definiendo nuevos códigos de actuación con los cuales desencadenar un proyecto que tenga como fundamento la conexión con los valores y los potenciales del lugar. Un proceso que, al terminar, permita dejar condiciones abiertas para que la vida opere, igual que cuando se planta un árbol.
Sergio Araneda Maiz, Arquitectura y Territorio, académico Universidad Finis Terrae
Comments